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Las vergüenzas del capitalismo

El destape de cuentas secretas y esquemas de inversión bajo el blindaje de la opacidad fiscal ha originado el habitual revuelo, ya conocido en ediciones anteriores de estas iniciativas de investigación periodística y social. Pero el interés mediático se ha puesto más en la notoriedad de los evasores protagonistas o en los mecanismos de ejecución de las trampas que en la naturaleza del sistema. Cada vez que salen a la luz estas informaciones hay protestas de gobiernos y responsables públicos sobre la necesidad de combatir el fraude fiscal, de mejorar los sistemas de vigilancia y de endurecer las sanciones a los defraudadores. Pocas consideraciones, en cambio, sobre la base que sustenta, favorece y alienta estas y otras prácticas. Se pone más el foco en el delito y en la peripecia particular que en el contexto. 

 

LAS VERGÜENZAS MÁS APARENTES DEL CAPITALISMO

La lógica del sistema capitalista engendra vergüenzas como ésta, que resultan muy atractiva para los medios, por la notoriedad de los personajes implicados: reyes, políticos destacados (en ejercicio o en situación de retiro dorado), artistas, escritores, deportistas y celebridades de todo tipo y condición. Pero hay multimillonarios, o millonarios a secas, que escapan a la exposición vergonzante simplemente porque son poco conocidos, más discretos o muy hábiles para permanecer a resguardo del conocimiento público. 

Hace unos meses, los máximos responsables del orden liberal internacional acordaron preliminarmente establecer un tipo fiscal mínimo global para las grandes empresas, que llevan años (desde siempre, en realidad) evadiendo obligaciones contributivo de las que difícilmente pueden escapar negocios medios y la mayoría de los particulares (que no todos, como es bien sabido). Se ha avanzado notablemente, pero ni el umbral del peso impositivo es agobiante, ni está garantizado que vaya a ser eficaz, si es que llega a implementarse.

EE. UU.: LA ENÉSIMA BATALLA FISCAL 

Mientras todo esto ocurre, en el epicentro nacional del sistema, los Estados Unidos, se está debatiendo en el legislativo la adopción de dos programas de desarrollo tecnológico e inversión social presentados por la Casa Blanca, sustentados en el incremento de la presión fiscal sobre las grandes fortunas y los intereses corporativos mayores. El interés mediático se ha centrado, por lo general, en las disputas políticas habituales entre los dos grandes partidos y, sobre todo, en las divisiones acentuadas en el seno de los demócratas, donde conviven varios partidos, si nos atenemos a sus principios y posiciones ideológicas. Sólo el bipartidismo alentado por el sistema electoral mayoritario y la inercia de un sistema esclerotizado, impide que las opciones políticas se expresen en una estructura política más plural y fiel a las sensibilidades ciudadanas. 

Hemos vuelto a asistir a una nueva edición de la “guerra presupuestaria” o el obsceno chantaje republicano sobre el techo de deuda son repeticiones más o menos calcadas de las vividas durante las presidencias de Clinton y Obama. Igualmente puede decirse de las fracturas demócratas, entre un ala llamada “moderada” y otra etiquetada como “radical” por los medios liberales (centristas) , que asumen la interesada terminología de sus pares derechistas. 

En realidad, los “moderados” son demócratas que han obtenido su escaño en territorios electorales muy disputados y temen perderlo de nuevo a favor de los republicanos. Son partidarios de la llamada “disciplina fiscal”, que equivale en la práctica, a gastar poco y preservar los intereses de quienes, en muchos casos, financian sus campañas. Entre los “radicales” hay diferencias importantes, aunque en la última década se han ido agrupando bajo un difusa orientación que podríamos considerar socialdemócrata (allí se dice socialista, a secas), en favor de una decidida inversión en programas sociales y ecológicos , mayor presión fiscal a los más ricos y reducción de los gastos militares, entre otros. 

Este año, el drama tiene un componente personal más acentuado, debido al precario equilibrio en el Senado. El empate a 50 senadores de uno y otro bando puede ser resuelto por el voto puntual de la Vicepresidenta Harris, es su condición de presidenta de la Cámara. Pero la posición del senador demócrata por Virginia Occidental Joe Manchin en contra de lo que él considera como un excesivo gasto social pone en peligro el doble paquete Biden. Manchin, apoyado ahora por la senadora Sinema, de Arizona, quiere se apruebe primero el plan de modernización de las infraestructuras (1 billón de $) y que se negocie luego a la baja el montante ecológico y social (de los 3,5 billones propuestos a no más de 2,3). Los demócratas progresistas han forzado una tregua (hasta el 18 de octubre), dejando claro que si no se asegura el programa eco-social no votarán a favor de la renovación de infraestructuras. 

Biden es un “centrista” (o sea, un “moderado” pero sin los excesos de los demócratas con instintos republicanos) e intenta situarse por encima de esta pelea interna, diciendo a cada bando lo que quiere oír, y así mantener vivas sus opciones de maniobra y negociación. Como ya le ocurriera a Johnson en los sesenta, un presidente demócrata no precisamente escorado a la izquierda puede dejar como legado el programa social más ambicioso de su generación, frente a los iconos renovadores como Kennedy y Obama, cuyos mandatos resultaron por debajo de las expectativas (bien es verdad que truncado el primero por su asesinato).

A grandes rasgos, éste el panorama que determina el fragor de la batalla. Pero lo más decisivo es casi siempre lo que menos atención mediática acapara. El pulso fiscal, en realidad, no estriba en gravar más o menos sobre el papel a los más ricos, sino, de nuevo, en garantizar que las leyes se cumplan en la práctica. Un medio tan poco sospechoso como el semanario liberal THE ECONOMIST llamaba hace poco la atención sobre las brechas o agujeros (loopholes) que impiden una recaudación eficaz en Estados Unidos (1). Los máximos beneficiarios del capitalismo contemplan las batallas políticas con cierto desdén y se concentran en asegurar que la letra pequeña de las disposiciones legislativas no se vuelvan hostiles a sus intereses. 

LA HIPOCRESÍA DE LAS REDES SOCIALES

Otra manifestación reciente de las “vergüenzas capitalistas” ha sido la denuncia de Frances Heugen, antigua ingeniera de Facebook (primero en declaraciones públicas y luego ante el Congreso) sobre la hipocresía de esta red social en el manejo y control de contenidos. Que sus “revelaciones” coincidieran con el apagón planetario de seis horas de los servicios de Facebook y sus filiales (Instagram y What’s Up) añadieron picante a los titulares. 

En realidad, no escuchamos nada que no conociéramos o sospecháramos, pero el  testimonio de Heugen ha tenido el valor de alguien que sacude el tapete “desde dentro”. La priorización de los beneficios económicos sobre valores sociales de justicia, tolerancia, educación, etc. es palpable desde hace tiempo para quien se haya molestado en prestar atención a la evolución de las redes sociales. 

El libro de Shoshana Zuboff, entre otros trabajos, ya desmontó con precisión y abundancia de detalles las estrategias de los gigantes del “capitalismo de la vigilancia” para subordinar el interés cívico y social al imperativo del beneficio económico, sustentado en la predicción infatigable de hábitos y costumbres de los consumidores. Las correcciones de las llamadas malas prácticas son sólo temporales, hasta que amainen las críticas, y luego se vuelve al beneficio por encima de todo, porque ésa es la lógica del sistema (2).

CHINA: EL ESCÁNDALO DE LA DESIGUALDAD

Y para rematar este cuadro de prácticas mediáticamente bochornosas del capitalismo, no viene mal referir un caso que no se encuadra en la centralidad del sistema, sino en un deriva paradójica: las prácticas que podríamos denominar como capitalismo de Estado que practica China, una potencia solo nominalmente comunista. El modelo consiste, entre otras cosas, en consolidar aparentes gigantes sectoriales y favorecer dinámicas gravitatorias del capital privado. El colapso de Evergrande, la principal inmobiliaria del país ha hecho sonar todas las alarmas, dentro y fuera de China, aunque sólo sea la punta del iceberg: una de ellas.

Después de tres décadas de expansión interna y externa, el neocapitalismo chino exhibe perversiones similares a las occidentales, pero en su caso especialmente lacerantes en lo que atañe a la desigualdad. El 1% de la población acapara el 30% de la riqueza. O si se amplía la medida, el 20% más rico se come el 45% del pastel. El presidente Xi Jinping, un neocapitalista reticente según líderes y analistas occidentales, pretende, desde el inicio de su mandato, revertir estos “excesos” (vergonzosos, naturalmente) y favorecer una “prosperidad común”. (3) No están claras la intenciones de esta política, que coincide con un creciente autoritarismo político y una acción exterior más asertiva frente a lo que en Pekín se percibe como designio occidental para frenar el auge de China. 

 

NOTAS

( ) “New taxes will hit America’s rich. Old loopholes will protect them”. THE ECONOMIST, 2 de octubre.

( ) “La era del capitalismo de la vigilancia. SHOSSHANA ZUBOFF. PAIDÓS, 2019.

( ) “Common prosperity under party billionaires”. JAMES PALMER. FOREIGN POLICY (China brief), 25 de agosto; “The Presidente [Xi Jinping] will be defined by his campaign against his country’s capitalist excess”. THE ECONOMIST, 2 de octubre.

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